Creer en la Biblia: ¿cuestión de fe o de ciencia?

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Corría el año de 1947 cuando algunos beduinos vagaban por las regiones montañosas de Israel, a 12 kilómetros al sur de Jericó, buscando a un animal perdido. Desgastados por la inclemencia del sol, encontraron una cueva, un sitio muy atrayente para descansar. De esta manera tan fortuita, hallaron lo que algunos calificarían como el mayor descubrimiento arqueológico del siglo XX.

En medio de las guerras y las tensiones políticas que asolaban los territorios de Cisjordania, los ojos del mundo se dirigieron, por un momento, hacia el desierto de Judea, en la región de Qumran. A lo largo de nueve años, excavaciones y pesquisas en once grutas sacaron a la luz 930 manuscritos antiguos, datados entre los años 250 a. C. y 68 d. C.

Ante el nuevo panorama que se abría para la investigación arqueológica, con serias e inevitables repercusiones de índole histórica y religiosa, la opinión pública se dividió en, al menos, tres posiciones. Algunos pretendían desacreditar las verdades bíblicas mediante tales hallazgos, otros veían en ellos la oportunidad de comprobar empíricamente la originalidad de los textos sagrados y un tercer grupo se mostraba desinteresado, pues no les parecía que se pudiera aprovechar nada de la arqueología para el estudio exegético.

¿En cuál de estos conjuntos deberían encajar los católicos?

Dejemos un poco al lado la historia de los beduinos de Cisjordania para volver la mirada hacia nuestra fe, tan atacada, incomprendida y menospreciada por los hombres de nuestro tiempo.

La Palabra de Dios puesta a prueba por la ciencia

La mentalidad contemporánea está indiscutiblemente impregnada de materialismo, creyéndose capaz de reducir toda la verdad a la verificación científica y pragmática de los objetos. Se trata de una concepción de la «libertad de pensamiento» defendida por la Ilustración y por el positivismo —y expresada en el ámbito religioso por la herejía modernista—, en función de la cual «el dogma o la doctrina de la Iglesia aparecen como uno de los reales obstáculos a la correcta comprensión de la Biblia».1

Pero esta crisis no es tan reciente como parece a primera vista. Veamos en algunas pinceladas el largo proceso por el cual se extinguieron las bellas luces de la exégesis precedente.

Los cambios que afectaron a la sociedad desde el siglo XV influyeron profunda y radicalmente en el interior del hombre, alcanzando un lugar recóndito casi inaccesible: la amorosa relación entre el alma y su Creador.

Tales transformaciones llevaron a hombres como Richard Simon a no considerar ya las Escrituras como Revelación divina de autoría del Espíritu Santo, creencia que le parecía propia a un pasado despreciable. Para él, la Biblia era un conglomerado de textos heterogéneos, escritos por distintos autores, que debía ser explicado en su sentido literal y crítico.2

La nueva perspectiva se vio reforzada por una innovación histórica en el pensamiento occidental: el espíritu científico. A principios del siglo XVIII, la razón y la crítica estrictamente científicas asumieron, por así decirlo, las riendas del estudio sobre la Sagrada Escritura, en busca de explicaciones sobre las «fuentes» y los «géneros literarios» de los libros bíblicos, a fin de deducir el proceso histórico de su composición.

no faltó gente que se aprovechara de ese método para atacar militantemente los Libros Sagrados, como Robert Challe, quien afirmaba que no había nada tan mal escrito como la Biblia, repleta de repeticiones inútiles y contradicciones.3

Esta tendencia se presentaba prometedora para los espíritus ávidos de revoluciones, porque abría las puertas a interpretaciones innovadoras sobre aquellos textos envueltos en el misterio, dejando a un lado la monótona hermenéutica tradicional y abrazando «el esfuerzo por establecer, en el campo de la Historia, un nivel de exactitud metodológica que provocaría conclusiones que tuvieran la misma certeza que en el de las ciencias naturales».4

Sin embargo, afortunadamente, el Papa León XIII condenó esos desvíos llamándolos artificio introducido «perversamente y con daño de la religión», por el cual «se juzga del origen, integridad y autenticidad de un libro solamente por las que llaman razones internas».5

La corriente «concordante»

En el siglo XIX despuntó otra corriente, que buscaba una concordancia científica y natural para todos los acontecimientos bíblicos. Se denominaba concordismo.

La presentación de Werner Keller6 para su libro Y la Biblia tenía razón expresa muy bien tal enfoque. Según afirma él, muchos datos descubiertos mediante la pesquisa arqueológica modificaron la manera de considerar la Biblia: de simples «historias piadosas», el Libro Sagrado alcanzó una nueva estatura, pasando a ser considerado un texto sobre acontecimientos reales.

Un ejemplo ilustrará mejor esta tendencia.

El relato bíblico narra con detalles la toma de Jericó por los hijos de Israel, por mandato de Yahvé (cf. Jos 2, 1-6, 25). Las ruinas de esta ciudad milenaria se encuentran en Tell es-Sultan y se convirtieron, desde comienzos del siglo pasado, en el escenario de arduas excavaciones, teorías y desmentidos…

Entre los años 1907 y 1909, el trabajo estaba a cargo de Ernst Sellin y Carl Warzinger, los cuales declararon que una gran muralla descubierta entre los escombros habría caído en el año 1200 a. C., época en que Josué tomó la ciudad. Investigaciones más precisas se pusieron en marcha, bajo la dirección de John Garstang, que halló vestigios de incendios y desmoronamientos. Sus deducciones se inclinaban a la destrucción de las murallas en el año 1400 a. C. Hubo otros estudios, dirigidos por el arqueólogo y sacerdote dominico Louis-Hugues Vincent; pero la británica Kathleen Kenyon tuvo el mérito de concluir: las murallas de Jericó habían sido reconstruidas diecisiete veces durante la Edad de Bronce, pues eran destruidas frecuentemente por terremotos o erosiones.

La interpretación concordante infirió entonces: «Quién sabe, esa poca resistencia de las murallas hizo eco a la leyenda transmitida por la Biblia, que cuenta cómo los hijos de Israel tuvieron que lanzar únicamente sus gritos de guerra y hacer sonar sus trompetas para conquistar Jericó».7

Luego, ¿dónde estaría la mano de Dios para salvar con poderío al pueblo elegido? ¿La Biblia sería la narración de hechos históricos y humanos, cubierta por un velo de religión, fruto de supersticiones y creencias anticuadas?

Por supuesto que no… El estudio científico de los hechos históricos narrados en la Sagrada Escritura debe circunscribir sus conclusiones a sus propias competencias.

La «mano de Dios» no se mide en pulgadas, el soplo del Espíritu Santo no genera energía eólica y la Biblia no es un libro de ciencias… Hemos de asumir con modestia que no toda verdad puede ser verificada en un laboratorio o yacimiento arqueológico, ni tampoco en la opinión unilateral de un científico.

Una teología separada de la exégesis

Con tantas y tan contradictorias teorías sobre la Biblia, algunos teólogos optaron por apartarse de la confusión «en busca de una teología que fuera lo más independiente posible de la exégesis».8 Procuraron tomar la Sagrada Escritura en su pureza literal, excluyendo cualquier esfuerzo de comprensión histórica.

Nuevamente, una desviación. Según un documento de la Pontificia Comisión Bíblica, dicha corriente, llamada fundamentalista, impone una lectura del texto sagrado «que rechaza todo cuestionamiento y toda investigación crítica»,9

negándose a aceptar que fuera expresado en un lenguaje humano, redactado por autores humanos, cuyas capacidades y recursos eran limitados. «Por esta razón, tiende a tratar el texto bíblico como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu y no reconoce que la Palabra de Dios fue formulada en un lenguaje y una fraseología condicionados por tal o cual época».10

La respuesta de la Iglesia ante la crisis

Si el fundamentalismo, el método histórico-crítico extremo y el concordismo constituyen planteamientos inapropiados de la Sagrada Escritura, ¿cuál es la recta posición ante la Palabra de Dios?

En primer lugar, debemos admitir que la Biblia no es un libro común, escrito para relatar la historia de un pueblo o de un hombre mitificado por las creencias de comunidades altamente religiosas. ¡De ninguna manera! Contiene un tesoro inigualable: la Palabra de Dios revelada y escrita.11

Es revelada porque Dios quiso manifestarse, dando a conocer el misterio de su voluntad a los hombres (cf. Ef 1, 9). Siendo así, nos compete venerar todo cuanto afirma la Biblia, como palabras del Espíritu Santo. Según el magisterio de la Iglesia, «los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra».12

Nuestra seguridad se basa en la virtud teologal de la fe, como una respuesta filial y obediente a Dios que se revela, con «plena obediencia de entendimiento y de voluntad»,13 abriendo la mente y el corazón a la acción del Espíritu Santo.14

La Revelación divina es una manifestación del amor de Dios; y el amor no se mide con experimentos científicos o métodos lógico-críticos. Esto equivaldría a querer calcular el cariño de una madre por su hijo o de un esposo por su esposa a través de utensilios de laboratorio.

Por otra parte, la Biblia es la Palabra de Dios escritaEl Espíritu Santo se valió de hombres como instrumentos materiales, los cuales, por inspiración divina, escribieron el mensaje de la salvación, cada uno con sus propias facultades y capacidades.15

En este sentido, el estudio científico juega un papel importante, junto con la hermenéutica exegética.

El método histórico-crítico y las pesquisas arqueológicas tienen la función de auxiliar al exégeta a comprender las coyunturas históricas, la mentalidad de la época, las costumbres en vigor y las expresiones idiomáticas que concurren a un entendimiento más profundo de la Sagrada Escritura.16

Tal estudio, no obstante, nunca podrá decidir sobre la veracidad de la Palabra de Dios o al respecto del valor de la Revelación, cuya interpretación pertenece, por mandato divino, a la Santa Iglesia Católica.17

¿Y las imprecisiones de la Biblia?

Se nos plantea aquí una cuestión: hay ciertas imprecisiones e incluso contradicciones en el texto sagrado.

Consideremos un ejemplo. Cuando el evangelista San Mateo describe el Sermón de las Bienaventuranzas, afirma: «Al ver Jesús el gentío, subió al monte…» (5, 1). Ahora bien, el mismo hecho es narrado de forma distinta por San Lucas: «Después de bajar con ellos, se paró en una llanura…» (6, 7).

Entonces, ¿dónde se realizó el sermón? ¿En un monte o en una llanura? ¿El divino Redentor subió o bajó antes de pronunciar aquellas palabras que impresionaron los siglos por la sabiduría y bondad con que se dirigió a los afligidos y los perseguidos?

Las explicaciones pueden multiplicarse, buscando una alegoría o un lapso en la dimensión humana de quien escribe el relato evangélico. Les corresponde a los exégetas estudiar el caso con métodos de rigor científico.

Sin embargo, con relación a la verdad revelada necesaria para nuestra salvación, no hay error ni discordancia entre los textos, pues, en el monte o en la llanura, la sustancia del mensaje divino no sufre distorsión. En este sentido, es oportuno recordar estas palabras de San Agustín: «El Espíritu de Dios, que hablaba por medio de ellos, no quiso enseñar a los hombres estas cosas que no reportaban utilidad alguna para la vida futura».18

Lo mismo sucede cuando en la Sagrada Escritura se intenta explicar un hecho físico o natural. En este caso, más que una precisa investigación del universo, los autores sagrados describen y tratan estos temas a modo de metáfora o como el lenguaje popular expresa lo que percibe por los sentidos —conforme observó Santo Tomás de Aquino19 al comentar el Libro del Génesis—, a fin de transmitir aquello que Dios quiso enseñar para nuestra salvación.20

Obediencia de la fe aliada a la ciencia

Después de este breve repaso histórico y doctrinario, cabe considerar sucintamente el desenlace del hecho que dio origen al presente artículo: los descubrimientos en los alrededores del mar Muerto y su repercusión sobre los textos bíblicos del Nuevo Testamento.

La opinión de muchos estudiosos es que las investigaciones no afectaron a la comprensión de los textos y de la Revelación divina, ni aportaron hallazgos que exigieran la revisión de cualquier punto de la fe cristiana.21

No obstante, asombrosas aproximaciones de vocabulario, de costumbres y de convicciones escatológicas entre los escritos del Nuevo Testamento

y los manuscritos de Qumran arrojan luz sobre una relación entre los cristianos primitivos y la comunidad que habitaba aquellas regiones.22

En resumen, los estudios concurren a formar una idea inédita sobre parte de la sociedad en tiempo de Jesús, añadiendo preciosas informaciones a la historicidad de los textos sagrados. Pero no pudieron alterar lo concerniente al mensaje de la fe enseñado por la Iglesia.

El método científico se presenta, por tanto, como eficaz instrumento para el desarrollo exegético, siempre que esté en armonía con la fe, custodiada por la Santa Madre Iglesia. Por su parte, la exégesis depende en gran medida de la ciencia, en la comprensión de las circunstancias históricas y sociológicas, a fin de completar su investigación sobre los Libros Sagrados.

Como dos alas, fe y razón se unen bajo la dirección de la Iglesia para conducir a los hombres al conocimiento y a la posesión de la vida eterna. ◊

Autor: Max Streit Wolfring

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