El año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Acostumbrados a situarnos en el vigésimo primer siglo después de Cristo, nos resulta difícil pensar en un calendario que no tenga como origen el nacimiento del Salvador. Aunque esta referencia fue entrando en el uso común poco a poco, durante la Edad Media.
No fue sino hasta el siglo VI cuando el monje Dionisio, el Exiguo —como él mismo le gustaba llamarse por humildad, a pesar de ser notablemente culto—, decidió calcular cuándo se suponía que habría nacido el divino Infante.
El religioso llegó a la conclusión de que el advenimiento del Señor tuvo lugar en el año 753 de la fundación de Roma, e hizo que el año 754 se correspondiera con el 1.º de la era cristiana, sin incorporar, por consiguiente, un «año cero».
Incluso sin ser inmediatamente conocida por todos, esta nueva forma de contar el tiempo se fue extendiendo por la cristiandad hasta convertirse en el calendario más difundido y usado en el mundo, con preferencia a otros paralelos, como el de los judíos o el chino.
Lástima que el cómputo elaborado por Dionisio tuviera una pequeña imprecisión, quizá por error en el cálculo de los años de gobierno de algún emperador. De hecho, en el Evangelio se dice que el Señor nació durante el reinado de Herodes, quien ordenó la matanza de los santos inocentes a fin de que, junto con ellos, pereciera también el Mesías (cf. Lc 1, 5; Mt 2, 1.13-18).
Se sabe, no obstante, que ese monarca falleció en la primavera del año 754 de la fundación de Roma. Por tanto, el nacimiento de Jesús debería haber ocurrido por lo menos cuatro años antes de Cristo…
Un segundo dato que aportan los Evangelios es que el Señor vino a este mundo en tiempos de César Augusto, el cual ordenó un empadronamiento cuando Cirino gobernaba Siria (cf. Lc 2, 1-2).
Sobre este detalle hay discusiones entre los estudiosos, pero se puede sustentar perfectamente que el censo se realizó entre los años 8 y 6 a. C.
Así pues, esperamos no decepcionar la piedad de algún lector al afirmar que la fecha más probable del nacimiento del Señor está situada entre los años 8 y 4 a. C.
¿Por qué el 25 de diciembre?
Ahora cabe preguntarse: ¿Y en cuanto al 25 de diciembre? ¿Existe alguna razón histórica que justifique la elección de ese día para la celebración de la Navidad?
La respuesta no está exenta de dificultad. Antes de nada, parece que la fecha no gozaba de mucha relevancia entre los primeros cristianos, ya que no celebraban los cumpleaños.
Para ellos, el dies natalis —el verdadero natalicio— era el día de la muerte, ocasión en la que la persona cerraba los ojos para esta vida y los abría para el Cielo.
Un reflejo de esta costumbre se encuentra en la liturgia, la cual, en la mayoría de los casos, celebra las memorias y fiestas de los santos en la fecha de su muerte.
Además, la Iglesia no celebra la Navidad como un mero recuerdo de lo que sucedió hace más de dos mil años; no se trata de un cumpleaños.
A través de la liturgia, el Cuerpo Místico de Cristo sigue la vida sacerdotal de su Cabeza, reviviendo los misterios que por entonces ocurrieron, haciéndolos presentes y pudiendo participar de las mismas gracias recibidas por los que estaban en la gruta de Belén, como María, San José o los pastores. Jesús nace de nuevo cada año, en el corazón de los fieles.
De todos modos, aunque sea difícil afirmar que la fiesta no fuera celebrada de alguna forma desde el inicio del cristianismo, las referencias al día 25 de diciembre como fecha de la solemnidad de la Navidad son bastante escasas hasta el siglo IV, y presentan cierta dificultad para los historiadores.
Ante la falta de documentos, empezaron a surgir las hipótesis.
La teoría de la fiesta del Sol invicto
Una explicación muy difundida es la de que esa fecha correspondería a una celebración pagana existente en Roma: el día del Sol invicto, instituida por el emperador Aureliano en el 274 d. C.
La Natividad del Señor, verdadero «Sol de justicia» (Mal 3, 20), se habría asimilado a la festividad de un dios falso, con el objetivo de eliminarla.
Sin embargo, esta especulación no satisface a todos por varias razones. Analizando la psicología de los cristianos de aquella época, uno se pregunta: ¿Mancillarían una fiesta tan sublime, encajándola en una festividad pagana?
Encontrándose, no hacía mucho, perseguidos por los romanos y prefiriendo derramar su sangre que quemar un poco de incienso a los ídolos, ¿habrían consentido en tomar tal fecha para la solemnidad de la Navidad?
Estos y otros motivos llevaron a autores como el cardenal Ratzinger, futuro papa Benedicto XVI, a afirmar que «hoy resultan insostenibles las antiguas teorías según las cuales el 25 de diciembre había surgido en Roma en contraposición al mito de Mitra, o también como reacción cristiana ante el culto del Sol invicto».
En la obra que citamos, el entonces purpurado prefirió defender otra teoría, quizá la más poética y teológica de todas.
La perfección del simbolismo
Esta hipótesis parte de la simbología e interpretación de los números.
Según una tradición antiquísima, la creación del mundo habría empezado un 25 de marzo, fecha en la que los primeros cristianos pensaron que debía coincidir con la de la nueva creación, es decir, la muerte del Señor en el Calvario.
Ahora bien, consideraban ellos, convenía que Cristo pasara en esta tierra un número exacto de años.
Por eso, no sólo su Pasión, sino también su concepción tuvo que haber tenido lugar un 25 de marzo. Sumando a esto los nueve meses de gestación —igualmente exactos, tratándose del embarazo de María— se llegó a la conclusión que la Navidad había ocurrido el día 25 de diciembre.
Argumentando que esta tradición estaba muy extendida entre los fieles incluso antes del ascenso del emperador Aureliano, Ratzinger y los otros autores que comparten la misma opinión cuestionan la teoría del Sol invictus.
No obstante, históricamente, ¿esto es suficiente para afirmar con toda certeza que Jesucristo nació el 25 de diciembre? Tal vez necesitemos más datos.
La concepción de San Juan Bautista
Otra corriente calcula el período en el que habría nacido el Salvador con base en los Evangelios. Los cuatro hagiógrafos, sin embargo, no sugieren ninguna fecha específica para el advenimiento del Mesías.
Lo que sabemos por sus escritos es que, en el sublime momento de la Anunciación a Nuestra Señora —y, en consecuencia, de su virginal fecundación—, el arcángel San Gabriel mencionó el estado de su prima Santa Isabel.
Ésta había concebido un hijo, y ya estaba en el sexto mes aquella que todos consideraban estéril (cf. Lc 1, 36). En nueve meses nacería el Salvador.
Ahora bien, computando el tiempo que va desde la concepción de San Juan Bautista —seis meses antes de la Anunciación— hasta la Natividad del Señor —nueve meses después de la Anunciación—, obtenemos la suma de quince meses. En otras palabras, el Precursor fue concebido un año y tres meses antes de que Jesús naciera.
Si descubrimos con exactitud la fecha en que Santa Isabel se quedó embarazada, será fácil definir la del nacimiento de Cristo.
Pero ¿cómo hallaremos el día de la concepción del Bautista?
Aunque Isabel y su marido deseaban tener descendencia, esto les era imposible por su esterilidad y por la avanzada edad de ambos.
Con todo, un día, mientras Zacarías «oficiaba delante de Dios con el grupo de su turno, según la costumbre de los sacerdotes, le tocó en suerte a él entrar en el santuario del Señor a ofrecer el incienso» (Lc 1, 8-9).
En esta ocasión, el ángel del Señor se le apareció para comunicarle que las súplicas de los dos habían sido escuchadas: su esposa tendría un hijo.
Se sabe que los sacerdotes se alternaban en el servicio del Templo, por grupos, dos veces al año. Zacarías pertenecía al octavo turno, el de Abías (cf. Lc 1, 5).
Según una antigua tradición cristiana que se remonta, al menos, al siglo II, él ejerció sus funciones sacerdotales durante la festividad judía del Yom Kipur, el día de la expiación, que se celebraba a finales de septiembre.
Sumando a eso quince meses, llegamos a los últimos días de diciembre, cuando el Señor nacería.
Entre los más férreos defensores de esta tesis se encuentra San Juan Crisóstomo, Patriarca de Constantinopla, que se vale de la misma argumentación para asentar la Navidad en el día 25, tal y como aún hoy lo celebramos.
La Navidad en la liturgia
Está claro que, después de veinte siglos de tales acontecimientos, querer definir de manera indiscutible la fecha de la Navidad se convierte en una tarea muy difícil, por no decir imposible.
Ojalá sea ésta una de las muchas preguntas que podremos hacer cuando, por la misericordia de Dios, lleguemos al Cielo y le pidamos a la Virgen que nos cuente un poco la historia que rodeó los maravillosos y misteriosos días en que el «Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14).
Por ahora, nos tenemos que limitar a saborear al máximo las migajas que el tiempo no ha devorado, a fin de conocer tanto como posible el origen de esta solemnidad que, junto con la Pascua, constituye la principal festividad de la religión verdadera.
Sin embargo, mucho más que una simple realidad histórica, la celebración de la Navidad el día 25 de diciembre encierra una profundísima realidad teológica.
La Providencia quiso que se conmemorara en el período en que, en el hemisferio norte, tiene lugar el solsticio de invierno —día del año en donde la noche tiene una duración más prolongada— para reflejar mejor el modo de actuar de Dios en la Historia.
En el momento en que la oscuridad del pecado y de la muerte parecía dominar el universo entero, y el poder de las tinieblas estaba a punto de sofocar el día, nació Nuestro Señor Jesucristo, la «Luz del mundo» (Jn 8, 12), que brilla en las tinieblas y a la que éstas no pueden dominar (cf. Jn 1, 5).
En esa noche se decretó una sentencia de exterminio contra el imperio de la serpiente, empujado a retroceder ante los rayos abrumadores del Sol de Justicia.
El divino Infante empezó, pues, en la Navidad la más bella de las reconquistas: la Redención del género humano, que —por desobediencia— se había hecho esclavo del pecado.
Así actúa Dios en la Historia.
Cuando parece que el mal está ganando, es señal inequívoca de que se acerca su fin, porque ha llegado la hora de la intervención divina.