¡Cristo Rey verdadero!
Al final de cada ciclo litúrgico la Iglesia celebra la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, una de las fiestas más bellas de su calendario. Torrentes de gracias nos son concedidas en esa conmemoración, compenetrándonos de nuestra nobleza en cuanto hijos de Dios por el Bautismo: «Levanta del polvo al desvalido […], para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo» (Sal 112, 7-8). Todos nosotros, nacidos en la basura del pecado original, somos elevados a la categoría de príncipes por la gracia, pues la sangre del propio Rey se derrama en nuestro favor convirtiéndonos en hermanos suyos, miembros de la familia divina.
Nos conmueve pensar que el Hijo unigénito del Padre, rey desde toda la eternidad por naturaleza divina, también en la Encarnación se hiciera rey en cuanto hombre, descendiendo desde los espacios siderales en busca de su rebaño y cuidar de él (cf. Ez 34, 11), situación ésta que retrata la emotiva profecía de Ezequiel recogida en la primera lectura. Una simbólica imagen del extraordinario celo del Buen Pastor para con las almas, hablándole a la conciencia de los que caen en el lodo del pecado, moviéndolos al arrepentimiento y llevándolos sobre sus hombros de vuelta al redil. El salmo responsorial retoma esa figura y la sublima: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 22, 1).
A Nuestro Señor le corresponde asimismo el título de rey por derecho de conquista porque, al redimir a la humanidad por la Pasión y Muerte en la cruz, la liberó del yugo del demonio que la esclavizaba desde la falta de Adán. Y, por su Resurrección gloriosa, triunfó sobre la muerte, «el último enemigo en ser destruido» (1 Cor 15, 26), como afirma San Pablo en la segunda lectura. El Redentor es, por tanto, rey de todos los hombres, incluso de los que lo rechazan y se precipitan en el Infierno. Aunque éstos no tengan a Cristo como cabeza, al no pertenecer a su Cuerpo Místico, Él los juzgará en el fin del mundo.
Después del Juicio, «cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos» (1 Cor 15, 28), prosigue el Apóstol. En ese momento de plenitud de su realeza, Jesús, Hijo fidelísimo, habiendo extirpado el dominio de Satanás en el universo, le dirá al Padre: «He aquí el poder que conquisté. Os lo entrego, y pongo nuevamente en vuestras manos la obra de la Creación restaurada».
Este maravilloso panorama teológico se completa con las palabras de Nuestro Señor en el Evangelio, las cuales describen de manera detallada y abarcadora el gran acontecimiento que encerrará la Historia y separará definitivamente a los buenos de los malos.
La Iglesia, manifestación suprema del Reinado de Cristo.
El júbilo e incluso la emoción inundan nuestros corazones al oir estas palabras inflamadas de San Pablo: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27).
Pero cuando miramos la Iglesia militante, en la que vivimos hoy, con mucho dolor descubrimos imperfecciones –o peor aún, faltas veniales– en los más justos, confiriendo opacidad a la gloria que menciona San Pablo.
Entre las ardientes llamas del Purgatorio está la Iglesia padeciente purificándose de sus manchas; y hasta la triunfante posee lagunas, puesto que con excepción de la Santísima Virgen, las almas de los bienaventurados se fueron al Cielo dejando sus cuerpos en estado de corrupción en esta tierra, en la que esperan el gran día de la Resurrección.
Por lo tanto, la “Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” , manifestación suprema de la Realeza de Cristo, aún no llegó a su plenitud.
¿Y cuándo triunfará definitivamente Cristo Rey? ¡Sólo después de derrotar a su último enemigo, es decir, la muerte! Por la desobediencia de Adán, el pecado y la muerte se introdujeron en el mundo. Con su Preciosísima Sangre Redentora, Cristo infunde en las almas su gracia divina y con ello se produce el triunfo sobre el pecado. Pero la muerte será derrotada con la resurrección al final del mundo, según nos enseña el propio San Pablo:
“Porque es necesario que Cristo reine ‘hasta que ponga a todos los enemigos debajo de sus pies’. El último enemigo que será vencido es la muerte, ya que Dios ‘todo lo sometió bajo sus pies’” (1 Cor. 15, 25-26).
Cristo Rey, por fuerza de la resurrección que obrará Él mismo, arrebatará de las garras de la muerte a la humanidad entera, así como también iluminará a los que purgan en las regiones sombrías. Al recobrar sus respectivos cuerpos, las almas bienaventuradas los harán poseer su gloria, y así los elegidos serán también otros tantos reyes, llenos de amor y veneración al Gran Rey. Se presentará el Hijo del Hombre en pompa y majestad al Padre, acompañado de un numeroso séquito de reyes y reinas, llevando escrito en su manto: “Rey de los reyes y Señor de los señores” (Apoc. 19, 16).
Si Cristo es Rey, María es Reina
Si Cristo es Rey por ser Hombre-Dios y recibió poder sobre toda la Creación en el momento que fue engendrado, se deduce entonces que la excelsa ceremonia de unción regia que lo elevó al trono de Rey natural de toda la humanidad, se realizó en el purísimo claustro materno de María Virgen. El Verbo asumió de María Santísima nuestra humanidad, y adquirió así la condición jurídica necesaria para ser llamado Rey con toda propiedad. En ese mismo acto, también la Virgen pasó a ser Reina. Una sola solemnidad nos dio un Rey y una Reina.
Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino
Ahora sí estamos aptos para entender y amar a fondo el significado del Evangelio de hoy. La respuesta al pueblo y a los príncipes de los sacerdotes que hacían escarnio de Jesús: “Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo si es el Mesías de Dios, el Elegido!” (v.35), así como a los soldados romanos en sus insultos: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!” (v.37), reluce claramente en las premisas ya expuestas.
Aquellos hombres, sin fe y desprovistos de amor a Dios, juzgaban los acontecimientos de acuerdo a su egoísmo y por eso tendían a olvidar su propia fragilidad.
Ciegos a Dios, de hace mucho lejanos a su primitiva inocencia, habían perdido la capacidad de distinguir la verdadera realidad existente detrás y encima de las apariencias de derrota que revestían al Rey eterno transido de dolor sobre el madero, despreciado hasta por las blasfemias de un mal ladrón.
No recordaban ya los portentosos milagros que había obrado, ni siquiera las palabras: “¿Piensas que no puedo recurrir a mi Padre? Él pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de ángeles” (Mt. 26, 53).
Si fuera cosa de voluntad, en una fracción de segundo podría revertir gloriosamente aquella situación y manifestar la omnipotencia de su realeza, pero no quiso, tal como en anterio res ocasiones: “Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña” (Jn. 6, 15).
Quien sí discernió en su sustancia misma la Realeza de Cristo fue el buen ladrón, al dejarse llevar por la gracia. Arrepentido hasta el extremo, aceptó compungido las penas que sufría, y reconociendo la inocencia de Jesús en lo más profundo de su corazón, proclamó los secretos de su conciencia para defenderla de las blasfemias de todos: “¿Ni siquiera temes a Dios tú, que estás en el mismo suplicio? En nosotros se cumple la justicia, pues recibimos el digno castigo de nuestras obras; pero éste nada malo ha hecho” (vv.40-41).
He ahí la verdadera rectitud. Primero, humildemente sentir dolor por los pecados cometidos; enseguida, aceptar con resignación el castigo respectivo; por fin, venciendo el respeto humano, desplegar muy alto la bandera de Cristo Rey para suplicar: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”
Tengamos siempre claro que únicamente los méritos infinitos de la Pasión de Cristo y el auxilio de la poderosa mediación de la Santísima Virgen, nos harán dignos de entrar al Reino.
Siguiendo los pasos de la conversión final del buen ladrón, podremos esperar con confianza escuchar un día la voz de Cristo Rey diciéndonos también: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (v.43).
He ahí la verdadera rectitud. Primero, humildemente sentir dolor por los pecados cometidos; enseguida, aceptar con resignación el castigo respectivo; por fin, venciendo el respeto humano, desplegar muy alto la bandera de Cristo Rey para suplicar: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”
Tengamos siempre claro que únicamente los méritos infinitos de la Pasión de Cristo y el auxilio de la poderosa mediación de la Santísima Virgen, nos harán dignos de entrar al Reino.
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