
«Era un jueves. Percibí que había una señora acompañada de su hija, una niña que miraba y admiraba todo con una mirada inocente, me parecía que miraba todo aquello por primera vez…»
Pe. Felipe Zoghaib, EP.
Un monje benedictino cuenta el siguiente hecho:
Me encontraba en la feria de una pequeña ciudad medieval llamada Chateau d’Eau, en Francia, y me gustaba mucho admirar y prestar atención lo que los otros transeúntes hacían. Un determinado día oí algo muy edificante, medité profundamente y comenté con los otros monjes.
Era un jueves. Percibí que había una señora acompañada de su hija, una niña que miraba y admiraba todo con una mirada inocente, me parecía que miraba todo aquello por primera vez. Sin embargo ella tenía algo de diferente de otros niños, ella solo miraba y prestaba atención a lo que era bonito y maravilloso.
Cuando volví al monasterio comenté la inocencia que vi en aquella niña y todos se quedaron admirados, pues era una inocencia más que se conservaba en medio del pueblo.
A la semana siguiente fui ansioso a la feria para ver si encontraba a la pequeña niñita con su mirada pura brillando. Esta vez la encontré encantada por una muñeca, trabajada en porcelana y que estaba vestida de reina con un bello báculo en su mano derecha. La niña comenzó a pedir insistentemente a su madre que le diera de regalo la muñeca. Entretanto, la madre no lo quería hacer, en un primer instante; ella quería con eso probar a la niña para ver si a ella le gustaría realmente tener aquel regalo, o si era un mero capricho. Pero la madre conociendo a la pequeña niña, sabía que ella quería la muñeca por ser muy bonita y además era una reina, y después de tanta persistencia consiguió el regalo de su madre.
De este hecho saqué una gran lección de vida espiritual, la lección es la siguiente: percibí que lo mismo ocurre con Dios en relación a nosotros y a nuestras oraciones. Cuántas veces oímos la siguiente frase: rezo, rezo, rezo más Dios no me atiende. Pero si Dios nos dice que seremos siempre atendidos y no lo somos, quiere decir que el problema está en nosotros, pues si pedimos algo que sea para nuestra salvación, Dios infaliblemente nos dará lo que le pedimos, nos conseguirá todo lo que precisamos. Y lo que Él nos pide para que seamos atendidos es nuestra persistencia incansable. Así Él mismo nos enseña: «Si alguno de vosotros tiene un amigo, y va hasta él a la medianoche y le dice: Amigo me prestas tres panes, porque un amigo mío acaba de llegar de viaje a mi casa y no tengo nada que darle; y él respondiendo os dice: No me seáis inoportuno la puerta ya está cerrada, mis hijos ya están acostados; no me puedo levantar para daros cosa alguna. Si el otro persevera en golpear, os digo que, aunque él si no levantase a darles, por ser su amigo, ciertamente por su importunación se levantará y le dará cuantos panes precise». (Lc 11,5-8)
3.1De este mismo modo debemos actuar con Nuestro Señor, pues Él no se irrita con nosotros por ser inoportunos y pedir todo lo que precisamos, pues: «Dios es el primero en llamar al hombre. Aunque olvide a su Creador o se esconda lejos de su rostro, aunque corra atrás de sus ídolos o acuse la divinidad de haberlo abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incesantemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración.» [1]
El evangelista San Marcos nos narra un hecho bellísimo sobre la oración: «En aquel tiempo, Jesús salió y fue a la región de Tiro y Sidonia. […] Una mujer, que tenía una hija con un espíritu impuro, oyó hablar de Jesús. Fue hasta él y cayó a sus pies. La mujer era pagana, nacida en Fenicia de Siria. Ella suplicó a Jesús que expulsase de su hija al demonio. Jesús dijo: ‘Deje primero que los hijos queden saciados, porque no está correcto sacar el pan de los hijos y lanzarlo a los cachorritos’ La mujer respondió: ‘Es verdad, Señor, pero también los cachorritos, debajo de la mesa, comen las migajas que los niños dejan caer’.
«Entonces Jesús dijo: ‘Por causa de lo que acabas de decir, podéis volver para tu casa. El demonio ya salió de tu hija’. Ella volvió a casa y encontró a su hija acostada en la cama, pues el demonio ya había salido de ella.» (Mc 7,24-30)
De este pequeño trecho del evangelio nos es posible extraer varias lecciones. Si observamos bien, vemos una tenacidad en el acto de pedir, pues ella sabía que los judíos despreciaban a los otros pueblos. Entretanto ella con confianza buscó al Divino Maestro para hacer su súplica delante de Él para que así su hija fuese liberada del demonio que la poseía. San Alfonso María de Ligório conocido como el «Doctor de la Oración» – por haber escrito un libro llamado La oración, gran medio de salvación – citando a Santo Tomás, nos da las principales condiciones para que Dios atienda nuestras oraciones: «Que se rece con devoción y perseverancia. Con devoción quiere decir con humildad y confianza; con perseverancia, quiere decir, sin dejar de rezar hasta la muerte. Estas condiciones, humildad, confianza y perseverancia, son las más necesarias para la oración…» [2]
Pero cuando llevamos una vida de piedad bien reglada el demonio, viendo la miseria humana nos coloca la siguiente tentación, que es uno de los problemas más comunes al inicio de la vida espiritual: ¿será que estoy actuando bien con Dios? ¿Será que no estoy siendo demasiado inoportuno?
Al contrario a Dios le gusta ser importunado; es doctrina de los Padres de la Iglesia que el mejor medio de agradecer a Dios es pedir siempre más.
Pedid y se os dará. Buscad y hallaréis. Golpead y os será abierto. Porque todo aquel que pide, recibe; quien busca encuentra. (Mt. 7,7-8)
Después de tantos ejemplos podemos concluir que, con la oración Dios nos da el cielo, nos hace santos; ¡basta pedir! Nuestro Señor nos da todo.
San Bernardo nos estimula a siempre recurrir a Nuestra Señora afirmando justamente que Ella nunca deja de atendernos: «Acordaos oh piadosísima Virgen María, que nunca se oyó decir que alguno de aquellos que hayan recurrido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, fuese por vos desamparado. Animado yo, pues, con igual confianza, a Vos, oh Virgen entre todas singular, como Madre recurro, de Vos me valgo, y, gimiendo bajo el peso de mis pecados, me postro a vuestros pies. No despreciéis mis suplicas, oh Madre del Verbo de Dios humanado, mas dignaos de oírlas propicia y de alcanzarme lo que os ruego. Así sea» [3].
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