La importancia de examinarnos bien.

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Una de las más célebres divisas de la filosofía antigua es, ciertamente, «conócete a ti mismo». Este aforismo, atribuido al filósofo ateniense Sócrates, nos lleva a prestar atención en una verdad poco recordada, en general: la importancia de considerarnos siempre según nuestro valor real.

Un episodio de la vida del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira podrá ayudarnos a comprenderlo mejor.

¿Qué diferencia al hombre libre de un delincuente?

Desde muy joven, el Dr. Plinio brilló por su talento como orador y por tal motivo era llamado con frecuencia a que hiciera discursos en ambientes de los más variados. En una ocasión lo invitaron a que diese una conferencia de preparación para la Comunión Pascual en la Penitenciaría de Carandiru, antigua prisión de la ciudad de São Paulo, experiencia bastante inusual para quien provenía de la alta sociedad paulista y se había acostumbrado a la convivencia en círculos aristocráticos.

A la entrada, enseguida uno de los directores de la cárcel le advirtió sobre los riesgos existentes en aquel sitio y le recomendó vigilancia. De cualquier manera, el joven conferenciante ingresó allí decidido, especialmente atraído por la oportunidad que se le presentaba de poner en práctica su propensión hacia el análisis psicológico.

Y cuál no fue su sorpresa al encontrarse, detrás de las rejas, con fisonomías muy semejantes a las de las personas que veía todos los días circulando por las calles, más de lo que imaginaba… Discernió, al mismo tiempo, que estas se diferenciaban de los detenidos en un punto específico, el cual le vino a la mente durante el discurso, a la manera de conclusión inequívoca:

los individuos libres hacían, aunque discreta e imperfectamente, breves exámenes de conciencia a lo largo de sus vidas; los que estaban en la prisión, por el contrario, nunca se habían analizado así, lo que les llevó a caer en los crímenes por los cuales sufrían un justa pena.

Según una comparación que hacía el propio Dr. Plinio, las faltas se asemejan a cargas de pólvora que se acumulan en nuestras almas: quien nunca se analiza, corre el riesgo de que el peligroso material vaya aumentando en tal cantidad que una pequeña chispa acabe detonando un desastre inimaginable

Excelente medio de progreso espiritual

Alguien podría objetar que los ejercicios de piedad y de perfección espiritual —entre ellos el examen de conciencia—, o incluso los sacramentos, suenan hoy a anacrónicos. No obstante, tal juicio nace, muy probablemente, de la mala comprensión de esas prácticas saludables.

En palabras de cierto sacerdote jesuita, «para combatir la muerte, comemos todos los días; para reparar la fatiga, dormimos. ¡Este doble remedio es muy antiguo! ¿Vas a dejarlo de lado so pretexto de ser una antigualla?»1

Ahora bien, si tenemos a nuestra disposición medios excelentes, de eficacia jamás contestada, para progresar en la vida sobrenatural, ¿por qué no nos valemos de ellos?

El alma humana: ¿con qué compararla?

Mucho se engaña quien piensa que nuestra alma es como un vehículo que sólo de vez en cuando necesita una revisión… La vida espiritual, por el contrario, se asemeja a un jardín que requiere un cuidado continuo, pues los defectos pueden nacer en los lugares más recónditos y de las formas más inesperadas.

Los que ya se han dedicado a la botánica conocen muy bien cierto tipo de planta especialmente combatida: la maleza. Sobre todo, en países tropicales, cuyo suelo fertilísimo da hasta lo que no se espera, ¡esos vegetales «enemigos» se propagan con una rapidez espantosa!

Una gran analogía podemos establecer entre esa realidad natural y el alma humana. Si no tomamos cuidado, los vicios sofocan las flores y los frutos de la virtud y vuelven nuestras almas semejantes «a la tierra del perezoso» descrito en el Libro de los Proverbios:

«Pasé junto al campo del holgazán, crucé por la viña del insensato: todo lo tapaban los espinos, la maleza cubría su extensión; la cerca de piedra, por el suelo. Al verlo me puse a pensar; al mirarlo saqué esta lección: duermes a ratos o cabeceas, cruzas los brazos y a descansar, y te llega la miseria del vagabundo, te sobreviene la pobreza del mendigo» (24, 30-34).

Ante esta implacable realidad, tenemos a nuestro alcance el auxilio del examen de conciencia que, si es bien hecho —y no sólo semanal o mensual, sino diariamente—, puede alcanzar grandes y excelentes resultados. Unos pocos minutos son suficientes para hacer con provecho un análisis cotidiano de nuestra propia conciencia.

El examen general de la conciencia

En su libro Ejercicio de perfección y virtudes cristianas —obra que, en el decir de San Antonio María Claret, había llevado más almas al Cielo que estrellas tiene el firmamento2— el P. Alonso Rodríguez, de la Compañía de Jesús, nos ofrece un primoroso tratado sobre el examen de conciencia, con enseñanzas de índole eminentemente ignaciana.3 Entre ellos está la distinción entre el examen general y el particular.

El examen general versa sobre todas las acciones de un día o de un período. Es el que hacemos antes de la confesión sacramental. Consta de cinco puntos o partes.

Al recogernos para hacerlo, en primer lugar, damos gracias a Dios por los beneficios recibidos —cosa muy útil para contrastar la bondad y liberalidad de Nuestro Señor para con nuestra maldad e indolencia.

Después le pedimos que nos auxilie a conocer nuestras faltas y pecados.

El Dr. Plinio utilizaba un ejemplo muy peculiar para evidenciar la importancia de analizarnos con exactitud: no existe un cirujano en el mundo que ose hacer una operación en la oscuridad; y cuando se trata del examen de conciencia, somos al mismo tiempo cirujanos y pacientes.

Por eso debemos pedir —por cierto, no solamente en ese momento, sino continuamente— la gracia de ser iluminados para conocernos bien: «Señor, que recobre la vista» (Lc 18, 41). ¿Cómo, pues, habremos de corregir defectos que no conocemos o conocemos mal?

El tercer paso consiste en la consideración de las faltas cometidas desde la última confesión; el cuarto, en la petición de perdón a Dios, nuestro Señor, por nuestras culpas, condoliéndonos y arrepintiéndonos de ellas.

Podemos repasar los Mandamientos o los consejos evangélicos con el auxilio de una lista o un elenco de faltas, encontrando dónde caímos y ofendimos a Dios.

Finalmente, hacemos propósito de no pecar más, con el auxilio de la gracia divina, y terminamos con alguna oración breve —un padrenuestro o una avemaría, por ejemplo.

Jerarquía de valores

Conviene destacar que toda la fuerza de este examen se halla en los dos últimos puntos: el arrepentimiento sincero y la decisión de no pecar más.

De ellos nos vienen los más preciosos frutos de perfección que tal hábito puede proporcionarle al alma y, dígase de paso, se trata de dos exigencias indispensables para el sacramento de la confesión.

La finalidad del examen general, como defiende el P. Garrigou-Lagrange,4 no está principalmente en la enumeración completa y exhaustiva de faltas veniales, sino en el ver y acusar con sinceridad el principio del cual ellas derivan para nosotros.

Al respecto, el Dr. Plinio afirma: «Un examen de conciencia bien hecho debe incluir no sólo los actos pecaminosos, sino las tendencias que nos llevan a practicar esos actos.

Porque es necesario cortar la raíz del mal, para que el mal no suceda».5

El P. Alonso Rodríguez6 —y aquí nos remitimos una vez más a las figuras del reino vegetal— explica que si arrancamos la raíz de la mala hierba, enseguida toda la planta se marchitará y secará.

Pero si solamente podamos las ramas y dejamos las raíces en la tierra, en poco tiempo tornará a brotar y crecer más.

El examen particular

Por otra parte, se suele decir que «quien mucho abarca, poco aprieta».

Y por eso San Ignacio de Loyola le daba mayor importancia al denominado examen particular que al examen general, pues nos permite tomar nuestros defectos uno tras otro y vencerlos más fácilmente.

Además, luchar para dominar un vicio es pelear contra todos.

Al pueblo de Israel, cuando se encontraba ante naciones enemigas, Dios le animaba diciendo:

«No tiembles ante ellos, pues en medio de ti está el Señor, tu Dios, un Dios grande y terrible. El Señor, tu Dios, irá arrojando delante de ti a esas naciones poco a poco. No debes exterminarlas de golpe» (Dt 7, 21-22).

Suele ocurrir algo similar con las imperfecciones de nuestra alma. Dios quiere de nosotros una lucha reñida contra nuestros defectos, pero nos alerta de que seremos más exitosos si atacamos enemigos específicos y perseveramos en la lucha contra ellos, hasta derrotarlos por completo:

«Yo perseguía al enemigo hasta alcanzarlo, y no me volvía sin haberlo aniquilado: los derroté, y no pudieron rehacerse, cayeron bajo mis pies» (Sal 17, 38-39).

El método de acción

Procedemos en nuestro examen particular con el mismo método del examen general.

En cuanto a la materia a escoger, según apunta el P. Alonso Rodríguez,7 esta debe empezar por las faltas exteriores que incomodan y desedifican al prójimo, aunque haya otros defectos interiores mayores, pues la razón y la caridad piden que comencemos por aquello que puede causar perjuicio a los demás, y vivamos de tal forma que no tengan quejas de nosotros.

Pero no hemos de persistir en el combate contra las fallas externas de por vida: más fáciles de vencer, precisamos desembarazarnos de ellas tanto como sea posible, para iniciar la lucha contra las imperfecciones interiores.

Con relación a estas últimas, lo ideal es que tomemos una virtud que creamos sea más necesaria cultivar —la cual presupone un vicio contrario a combatir— y la dividamos en puntos concretos, que se volverán fáciles de analizar.

Sería, pues, un error tomar una resolución como: «Seré humilde en todo y extirparé el orgullo de mi alma».

A pesar de tratarse de un óptimo deseo, dicha resolución comprende muchas otras actitudes y disposiciones, y aportaría poco provecho espiritual trabajar con algo tan genérico.

Es mucho más conveniente escoger puntos como: «No diré palabras que redunden en mi alabanza», o bien: «Cortaré enseguida pensamientos vanos y soberbios que toquen a mi honra», propósitos concretos, cuyo cumplimiento o inobservancia es fácilmente perceptible.

¿Cuánto debe durar el combate a un punto?

Sabemos que las pasiones son inherentes a la naturaleza humana y es imposible erradicarlas por completo.

Si esperásemos que el ímpetu ocasionado por una determinada pasión —como la cólera o la envidia, por ejemplo— dejara de ser sentido por nosotros, nunca cambiaríamos la materia del examen.

Nuestra lucha contra el vicio debe continuar hasta que se vea debilitado y podamos refrenarlo con presteza y facilidad.

Veremos así con cuánto provecho y beneficio serán empleados algunos minutos de nuestro día, y cuán leve irá haciéndose el análisis de nuestras propias actitudes internas y externas.

El examen de conciencia es un excelente medio de perfeccionarnos como seres humanos y, sobre todo, como hijos de Dios, porque como afirma un célebre tratadista:

«Si no nos conocemos a nosotros mismos, es moralmente imposible que nos perfeccionemos».8

Verdaderamente corajoso es aquel que sabe ver de frente sus indigencias, sus miserias y su propia incapacidad de practicar la virtud sin el auxilio de la gracia, y sin ocultárselas a Dios ni a sí mismo. Este alcanzará la verdadera santidad. ◊

Autor:  Hno. João Paulo de Oliveira Bueno

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