San Maximiliano María Kolbe

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Sobre la trágica muerte de San Maximiliano Kolbe en el campo de concentración de Auschwitz se comenta y se sabe mucho. Sin embargo, menos conocida es su vida, llena de inteligentes y osados proyectos apostólicos, fruto de un espíritu con amplios horizontes iluminado por una entrañada devoción a la Virgen Santísima.

Talis vita, finis ita, reza un conocido adagio romano. Si Maximiliano tuvo un gesto heroico al final de su existencia que lo llevó al martirio fue porque María Inmaculada se lo había inspirado. Desde pequeño supo corresponder enteramente a tan hermosa y elevada vocación.

Nacía en una época de prosperidad

La Polonia de los últimos años del siglo XIX y principios del XX se encontraba, como el resto de Europa y toda América, en plena prosperidad material. La sociedad de entonces se deleitaba en la euforia y el esplendor de la Belle Époque , en la abundancia y el bienestar, más preocupada por gozar la vida que por lo concerniente a la Religión. El laicismo dominaba las mentes y las costumbres.

En este contexto histórico, el 8 de enero de 1894, nacía Raimundo Kolbe en la ciudad polaca de Zdu ? ska Wola y ese mismo día recibía el Bautismo. Sus padres, Julio Kolbe y María Dabrowska, eran auténticos cristianos y muy devotos de la Virgen María. Dos de sus cinco hijos murieron siendo niños y los otros tres abrazaron la vida religiosa.

Una visión que marcó el rumbo de su vida

Raimundo era un niño espabilado y travieso, por ello cierto día recibió una reprimenda de su madre que le marcó su vida:
– Si a los diez años eres un niño tan malo, peleador y malcriado, ¿qué serás cuando grande?
Estas palabras calaron profundamente en su alma. Se quedó afligido y pensativo. Quería cambiar de vida y recurrió a Nuestra Señora. De rodillas ante una imagen, de la iglesia parroquial, le preguntó:
– ¿Qué va a pasar conmigo?
Cuán enorme no fue su sorpresa al ver que se le aparecía la Madre de Dios. Tenía en las manos un par de coronas y sonriéndole maternalmente le preguntó cuál de ellas escogía. Una era blanca y significaba que preservaría en la castidad; la otra roja, que sería mártir. Esa gran alma que era, escogió las dos.

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